Ethel Krauze
Capítulo I
Había una vez un lindo osito de peluche de ojos muy brillantes y moño azul alrededor del cuello, con sus cascabeles en las puntas. Estaba sentado con los brazos cruzados en el último estante de la juguetería, esperando que algún niño lo descubriera. Pero ya nadie lo quería, por eso lo habían puesto en la repisa más alta para que no estorbara. El osito estaba enojado y también triste, lo habían olvidado. Cada vez que suspiraba, un remolinito de polvo se esparcía a su alrededor.
Antes, los osos de peluche eran los juguetes preferidos de los niños, que se peleaban por tener el más bonito. Los había de todos tamaños y colores. Pero los tiempos habían cambiado y ahora nuevos juguetes se habían apoderado de las mentes de los niños, de sus deseos y, por supuesto, de los escaparates de las tiendas.
Turbomanes, supermanes, robocops, bátmanes, termineitors, jimanes, ninjas, jurásicos, habían iniciado la transición, con sus bocinas, rayos láser, motores y fosforescencias computarizadas. Las niñas berreaban por sus sofisticadas barbis con vestuario de astronauta que hacen pipí y cambian el color del pelo, y sus kents con coches rápidos y furiosos y ojos de centella. El clásico osito de peluche había sido destronado. Por eso, el pobre, estaba a punto de la desesperación, mirando solitario cómo unos niños se arrebataban a lágrima candente la última consola de videojuegos que quedaba en la juguetería.
«No puedo seguir aquí –pensó el osito con el corazón hecho pedazos–, no tengo niño ni niña con quién jugar. Este sitio ya no es para mí. Debe haber en el mundo algún lugar donde yo pueda volver a sentirme en mi hogar».
Juntando todas sus fuerzas, el osito de peluche dio un brinco hasta el suelo y corrió sofocándose hacia la salida. «Nadie me vio», se dijo con alivio. Pero luego rectificó apesadumbrado. «Lo que pasa es que ya nadie me ve». Y una dulce lágrima le brotó de los ojos y se deslizó por todo su peluche hasta formar un gusanito de agua en plena avenida de la ciudad.
—Y ahora qué voy a hacer –dijo el osito en voz alta, contemplando con susto el bullicio de automóviles y la prisa de la gente que amenazaba con empujarlo y hasta aplastarlo contra la pared.
Por fin decidió preguntarle a una señora que parecía de las abuelitas que él recordaba de tiempos remotos, con sus cabellos blancos y su palo lento y noble.
—Señora, ¿sabe usted dónde puedo encontrar un lugar para mí?
—¿Para ti? –dijo la señora, deteniéndose a enfocarlo tras sus gruesos lentes–, a ver, hijo, ¿quién eres tú?
—¡Un osito!
—Ah, un osito… Bueno, yo creo que en el Polo Norte, hijo. Allí es donde viven los osos.
—¿El Polo Norte? –repitió el osito–. ¿Y sabe usted cómo llegar allí?
—Pues… ay, hijo, mejor pregunta en una agencia de viajes. Mira, allá enfrente hay una. Ten cuidado al cruzar la calle, acuérdate que hay muchos locos al volante.
—Gracias, señora –dijo el osito y se dispuso a esperar en la esquina, con la muchedumbre, para pasar la calle.
Hizo varios intentos en vano, porque más que tratar de cruzar, debía defenderse del gentío que se abalanzaba al cambio de luz en el semáforo. Raspado y magullado, volvió con la abuelita, que apenas había dado unos pasos más en su lento trayecto.
—Mire lo que me hicieron, señora, ¿no podría irme con usted? –le dijo sobándose los moretones.
—Yo vivo en otro cuento, hijo, como te darás cuenta, éste tampoco es mi hogar. ¡Uf!, apenas puedo con tanto esmog y tanto ruido… –respondió tosiendo, la abuelita.
—¿En otro cuento?
—Sí, en uno de los cuentos clásicos para niños. ¿Te acuerdas qué bonitos eran? ¡Con sus bosques de pinos, sus caperucitas!, y no faltaba tampoco el lobo feroz para espantar un poco, pero al final todo se resolvía y los niños quedaban felices.
—¿Y las niñas?
—Ay, hijo, antes bastaba decir “los niños” y se entendía muy bien que también las niñas. Eran otros tiempos…
—Sí, qué bonitos cuentos… –suspiró el osito de peluche–, a mí también me gustaban mucho, pero si vive en uno de ellos, ¿cómo es que está aquí conmigo?
—Ah… vine porque me necesitabas. A ver, te voy a ayudar, trépate a mi espalda y agárrate bien de mi cuello. Pero rápido, porque ya tengo que regresar a mi propia historia, el lobo feroz está a punto de llegar disfrazado de niña bonita a mi cabaña en el bosque. ¡El muy tramposo cree que puede engañarme!
—¡Sí, rápido! –dijo el osito sin pensarlo y se encaramó sobre la abuelita.
Entonces, la abuelita llegó a la esquina haciendo una seña con la mano para detener la escena. En ese momento, los automóviles y la gente quedaron congelados en el tiempo, como cuando oprimes el botón de pausa en un video de tu celular: ¡pam!, todos inmóviles. Menos la abuelita y el osito de peluche, que así pudieron cruzar tranquilamente la avenida.
—Ésta es la agencia de viajes, yo tengo que despedirme, hijo, que tengas suerte –dijo la abuelita y le dio un cariñoso beso al osito de peluche. Ya se iba cuando se acordó que debía descongelar la escena–. ¡De veras! –exclamó–. Ya iba a dejar tiesos a estos pobres para siempre… ¡Ay qué memoria la mía!
Sonrió para sí y, sin volver la vista, chasqueó los dedos y ¡pam!, otra vez: como cuando le quitas la pausa, todos vuelven a moverse sin que se hubieran dado cuenta de lo que había pasado. Hasta el perro que se había quedado con la pata levantada para hacer pipí, terminó su hazaña, quitado de la pena, y se alejó ladrando alegremente.
El osito pensó que a él también le gustaría pertenecer a otro cuento, pero como no era así, él tendría que crear el suyo propio. «Bueno, pues, tengo que empezar por el Polo Norte», se dijo, resignado, y entró en la agencia de viajes.
Una mujer muy atareada le dijo, sin verlo, que tomara su ficha y esperara su turno. Le tocó el número 84 y apenas iban en el 17. Se sentó en un sillón a esperar durante tres horas y media. Vocearon su número cuando ya se estaba quedando dormidito, bien acurrucado entre los pliegues del sillón. Se desperezó y llegó al cubículo que le correspondía.
—Quiero viajar al Polo Norte –dijo muy firmemente.
—Clase Premier, ejecutiva o turista –respondió, sin verlo, la recepcionista que tecleaba en la computadora.
El osito no supo qué contestar.
—¿Paga con tarjeta internacional de crédito, de débito, dólares, moneda nacional, cheque personal o empresarial, transferencia bancaria?
Tampoco supo qué contestar el osito, y se rascó el peluche del cráneo que se le estaba empezando a calentar.
—¿Quiere reservación de hotel, renta de automóvil, traslados aeropuerto-hotel-aeropuerto, seguro de viaje?
El osito abría mucho los ojos. La recepcionista seguía tecleando.
—Hay una oferta por hoy en tarifa Q, no reembolsable ni endosable ni acumulable, sujeta a cambios sin previo aviso. Ah, y se aplican restricciones según disponibilidad. ¿La toma?
El osito lanzó un suspiro muy agitado, que la mujer interpretó como una contundente afirmación.
—Aquí está su boleto de avión, asiento E8, ventanilla, sale hoy 21:38 horas, el cupón del impuesto de aeropuerto, impuesto al valor agregado e impuesto ciudadano. Si requiere factura, favor de anotar su número de registro federal de causantes. Firme por favor. –Y le extendió un papel y pluma.
El osito dijo que sí a todo. Pero cuando estaba a punto de firmar, se acordó que todavía no tenía nombre, porque ningún niño le había puesto uno. Se sintió realmente miserable. Pero sacó fuerzas de herido orgullo y firmó simplemente: “Osito de Peluche”.
—Gracias, buen viaje. ¡Que pase el que sigue! –exclamó la recepcionista, sin verlo.
El osito salió con su boleto en la mano, dispuesto a llegar al aeropuerto.
Continuará...
Una historia de peluche,
Ediciones Morgana, 2023
Ethel Krauze, originaria de la Ciudad de México, es autora de una vasta obra publicada, ampliamente antologada y reconocida. Su trayectoria incluye novelas, cuentos, poesía, crónica, ensayo y obra infantil. Entre estos títulos, se encuentran Cuento contigo, Nana María, El gran viaje de Adelina, Una historia de peluche, Cuentos con rimas para niños y niñas, Poeminas para Adelina. Es académica, catedrática y doctora en literatura, creadora del programa “Mujer: escribir cambia tu vida”, de Morelos, donde reside, para todo México y el mundo. Su más reciente novela, Samovar, Alfaguara, 2023.
Ilustraciones: Marisol Vera Guerra
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