Santiago Daydí-Tolson
Desde lejos le había parecido un gato dormido al sol. El día –uno de los últimos que iban quedando antes de que empezara el frío y el engaño de esa luminosidad diáfana pero estéril del invierno– estaba perfecto para echarse, así, sobre la piedra tibia del parapeto y dejarse acariciar por las morosas evocaciones de un perpetuo atardecer. A la distancia lo imaginaba enroscado sobre sí mismo, la cabeza hundida en su ijar, la respiración alzando levemente el costado de un pelaje que a la luz daba visos tornasolados, como de aguas profundas de bullir imperceptible. Conocía tan bien ese misterio del animal dormido que entre sueños y ronroneos se deja acariciar y acariciar, como si supiera que de la sedosidad de su piel emanan los efluvios de un nirvana entrevisto en su sensual abandono.
Tuvo, de súbito, nostalgia de un tacto. Añoró el tiempo apenas ido en que, como otro gato regalón, se dejaba ensoñar bajo la tibieza cristalina del otoño, Aldebarán dormido sobre su vientre: contacto entero del animal, leve ritmo respiratorio acompasado al suyo, cálida piel junto a su piel bajo el pelaje acariciado.
En el parapeto al final del sendero, el volumen impreciso del gato dormido atraía con la ilusión de poderlo tocar y de sentir su presencia de cuerpo vivo, abandonado en el sueño al placer de la entrega. Como el suyo, ese cuerpo de animal buscaba en la somnolencia de la siesta la consumación de un deseo que ni el sol y su caricia podían satisfacer. «Sólo el contacto de una mano: piel contra piel», pensó. Apuró el paso. Uno que otro alumno pasaba junto al bulto al sol, pero a ninguno le llamaba la atención el animal dormido. Como si no existiera.
Desde más cerca, el pelaje adquirió un color más próximo al azul que al negro. Fascinación de la mirada que a la luz ensueña.
Iba a la clase sólo por cumplir, porque en ella no se daba ya el encuentro sino al contrario: la certidumbre del rechazo. Días atrás todo había cambiado en un instante, como si el mundo –el pequeño y aparentemente armónico mundo de su alrededor– se hubiera transformado en otro: el vasto imperio de la soledad. Al ansia física de sostener al animal contra su pecho y sobarlo contra la mejilla sintiendo el vibrante ronroneo, se añadía, aumentándolo, un sentimiento violento de ausencia infinita, nerviosa náusea transformada en una onda de laxitud y fiebre que acabó por confundirse con el revuelo de la piel, sensible en extremo al aire de esa fugaz tarde de otoño.
Hubo de vacilar por un momento: detener el paso; controlar la respiración, que se le iba desbocando. Ya en dominio de su emoción, volvió a caminar en dirección al gato, que en su espera suscitaba el encuentro.
No alcanzó a avanzar veinte pasos. El bulto al sol, definitivamente azul ahora, no era el animal dormido del deseo. No había en ese apelotonado cuerpo los reflejos tornasol de un pelaje de costado vivo que respira. Era nada más que el inerte montón de algo dejado por descuido en el parapeto del mirador. Siguió acercándose, incrédula todavía la confirmación del error. De un azul marino profundo, el suéter olvidado seguía pareciendo un animal en sensual reposo. Se sentó a su lado para acariciarlo. En los repliegues del tejido, en el vacío de la forma a la que la prenda se ha amoldado, parecía bullir, tibia todavía, la presencia del cuerpo que lo usaba. Un hombro recogía entero el volumen terso y angular del hombro vivo. Lo miró largo rato, como esperando que el torso insinuado en el enredo del objeto abandonado se alzara levemente al ritmo de la respiración, viva la piel bajo la ropa inerte, como la piel del gato tras el pelaje encendido al sol.
No pudo esperar más. Una primera brisa del atardecer le robó tibieza al aire y tuvo frío. Con la mano sobó apenas el tejido azul y luego, como asegurándose de que no había rechazo, se fue poco a poco apropiando del objeto cálido de luz. Con el cuidado de quien toma en brazos un ser vivo en delicado sueño, recogió el bulto oscuro, se lo llevó contra el pecho y lo sostuvo, sintiendo su contacto, en un abrazo. La tibieza del tejido fue absorbiendo la suya y cuando el aire comenzaba a perder todo calor, pálido el sol en su descenso apresurado, alzó el suéter hasta el rostro y se lo puso lentamente, dejándose sobar en el encuentro la mejilla, el mentón, la oreja, hasta sentir el contacto entero de su piel contra esa piel del otro cuerpo apoderado.
Las edades del enigma,
Letras en La Frontera / Ediciones Morgana, 2021
Santiago Daydí-Tolson (Viña del Mar, Chile, 1943). Licenciado por la Universidad Católica de Valparaíso (Chile), obtuvo el Ph.D. de la Universidad de Kansas. Es profesor emérito de la Universidad de Wisconsin-Milwaukee y de la Universidad de Texas en San Antonio. Entre sus numerosas publicaciones académicas se cuentan los libros Vicente Aleixandre: A Critical Appraisal (Bilingual Press, 1981), The Post Civil War Spanish Social Poets (Twayne Publishers, 1983), Voces y ecos en la poesía de José Angel Valente (Society of Spanish and Spanish American Studies, 1984), Five Poets of Aztlan (Bilingual Press, 1985), El último viaje de Gabriela Mistral (Editorial Aconcagua, 1989) y la traducción y edición de la correspondencia entre Ernesto Cardenal y Thomas Merton (Cuarto Propio, 1988 y Trotta, 2004). Es autor de la novela Under the Walnut Tree (2013), de los poemarios Insectarium (2014), La ira de la lira and Some Irate Lyrics (2015) y del volumen de prosa breve El cuaderno de don Baruj (2018).
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