Este es un relato en primera persona y no necesariamente representa a todas las mujeres en el espectro.
Soy una persona neurodivergente. Diagnosticada hace dos años como TEA 1, antes síndrome de Asperger. He aprendido a habitar este mundo que no siempre entiendo. Pero encontré en la literatura un puente para conectarme conmigo y con los otros.
Mi mente es como un álbum de fotografías, algunas aparecen en movimiento, como gifs; otras tienen efectos de sonido. Las palabras, cuando las pienso, las veo. Hasta hace un par de años creía que todos pensaban en imágenes. De niña dibujaba compulsivamente en las clases y casi nunca miraba al profesor, ellos pensaban que era grosera o distraída, pero al cabo de un tiempo se daban cuenta de que esa era mi manera de ponerles atención, y como siempre destaqué académicamente, acababan tolerando ese rasgo.
Me gustan los gatos, los insectos y los peluches. Siendo muy pequeña pasaba horas observando a las hormigas en el huerto o en las escaleras: me fascinaba verlas acarreando granos de azúcar o pedacitos de hojas, así como gastarme los rollos de la cámara de mi papá fotografiando a mis gatos.
En la pubertad descubrí que tomarme fotos a mí misma me ayudaba a saber quién era, pues a menudo no me reconocía en el espejo y no percibía muy bien en dónde terminaba mi cuerpo y dónde comenzaban los objetos. A veces, cuando estaba rodeada de gente, sentía que se me desconectaba el lenguaje del cuerpo, y a mis músculos se les olvidaba cómo moverse. Esas sensaciones no se parecían a las de otras niñas, por lo tanto, no podía darles nombre, solo podía expresarlas a través del arte. Pero los adultos me decían que el arte “distraía” de las “cosas importantes”, así que luché muchos años contra mi propia mente para concentrarme en esas “cosas importantes”.
Todas las personas tienen vivencias interiores que no se pueden explicar a plenitud, pero sí pueden verse reflejadas en lo que viven los demás, y los sentimientos de aislamiento se compensan al sentir que alguien más los valida. En mi caso esta validación no existía cuando era niña ni cuando era adolescente. “Lo que a mí me pasa no le pasa a nadie”, era mi conclusión.
Solo me identificaba con la literatura y el cine de fantasía, terror y Ciencia Ficción donde había seres extraños y solitarios, como los cuentos de Edgar Allan Poe y las películas de Tim Burton; o hiperlógicos, como los planteados por Isaac Asimov.
Cuando arribé a la adultez conocí a varias personas con gustos afines a los míos y, sin embargo, no dejaba de sentir que debía estar poniendo atención a mi conducta para parecerme a ellos y no verme extraña, lo cual era agotador. Luego, ni siquiera percibía esa fatiga, mi cuerpo la acumulaba hasta que se apagaba solo. Ahí acabé de darme cuenta de que mi problema no radicaba, esencialmente, en no hallar personas con gustos semejantes a los míos, sino en la incapacidad de reflejar mis procesos mentales.
Un día conocí a un ser humano al que podía entender de manera profunda, y ni siquiera eran indispensables las palabras. Nuestro lenguaje eran los olores. Lo percibía muy parecido a mí, aunque no sabía explicar por qué. Con él tuve lo que no había tenido nunca: un espejo.
Mi persona-espejo fue mi hijo: Haku.
Con mi bebé regresé a un mundo donde las palabras eran un lenguaje secundario. Me volví un animal olfativo. Podía leer los olores que venían del cuerpo de mi hijo: olía su hambre, olía cuando tenía sueño o cuando estaba cerca del despertar. Eran mensajes claros y constantes que sobresalían de entre los demás olores. Conforme pasaron los primeros meses, se abrió también el canal de la imagen. Llené la casa de rompecabezas, legos, pintura para dedos, libros pop-up y Transformers. Muchos dinosaurios.
Desde los dos años mi hijo se apasionó con el tema de los dinosaurios. A los tres, le obsesionaba el cambio climático y el efecto invernadero, pero solo me lo compartía cuando estábamos a solas, con un lenguaje en gran medida onomatopéyico. Mis papás creían que era sordo porque "no hablaba", y en el jardín de niños se la pasasaba saltando y corriendo en círculos. Cuando ya tenía 5 años, repetía de memoria los libros de cuentos que las profesoras leían, luego de haberlos oído una sola vez; y memorizaba páginas enteras con tecnicismos, de libros de geología, que me pedía que le leyera. No le gustaban las series infantiles, quería ver documentales. Yo me recordaba de pequeña obsesionada con el sistema solar y los viajes espaciales, así que todo eso me parecía familiar.
He leído artículos que hablan de cómo la llegada de un niño neurodivergente puede romper con las expectativas de la madre y traer, en consecuencia, confusión y un proceso de duelo. A mí me pasó exactamente lo contrario. Toda mi vida me había sentido en una especie de duelo, como si tuviese algo roto o algo me faltara; sentía que no tenía un igual, y que incluso con las personas a las que más amaba y de las que más amor recibía, quedaba una distancia insalvable.
Se dice que cuando tienes un hijo te vas olvidando de ti misma; pero puedo asegurar que la primera vez que experimenté una conexión profunda conmigo misma fue al tener a mi bebé en brazos.
Mi hijo no era como se suponía que debía ser un recién nacido: demasiado vigilante; demasiado balbuceo y movimiento. Mi bebé era ese ser humano que yo una mañana había deseado que existiera tan solo para darle amor.
Crecí con él.
No era la madre típica que trae al niño en reuniones familiares y que le compra el mameluco de moda, no buscaba el consejo de alguna amiga, pues de hecho no tenía un círculo de amigas; no le hice un bautizo, no seguí ninguno de los protocolos sociales indicados para las madres. En cambio, lo tenía en mi regazo de tiempo completo; le inventaba canciones, le contaba cuentos, le escribía poemas; le daba masajes con objetos de diversas texturas en cada zona de su cuerpo y lo arropé con toda la ternura que me cabía en el pecho.
Daba con él largos paseos por las calles donde le iba mostrando cada pétalo de flor, cada hojita desprendida de su rama, las siluetas de los gatos sobre una barda, segura de que él lo entendía todo. Nunca pensé que eso era “demasiado” para un bebé, yo le decía, mira, mira esta flor; mueve tus manos así, vayamos a ver las nubes. Escribí un diccionario con decenas de palabras que inventé para él, porque no existía en el mundo suficiente lenguaje para nombrarlo.
Mi hijo me fue abriendo puertas hacia mi verdadera naturaleza. Poco a poco fui dejando de enmascarar mi auténtico Yo, que no siempre sería aceptado, no siempre les parecería lindo a los demás, pero finalmente es lo que era. Y una no puede construir relaciones auténticas y sanas con el mundo si no es capaz de definirse a sí misma.
Todo el tiempo había recibido el mandato social de adaptarme, y eso solamente me había producido enfermedad. El único momento en que sentía que podía ser libre era en el ejercicio de las artes, en compañía de los libros. Así, ya con mi hijo en brazos, descubrí que el arte, a diferencia de lo que siempre me habían dicho, era lo único de lo que podía sostenerme para permanecer en el mundo.
La maternidad se volvió uno de mis intereses profundos. Pero no construí mi maternidad con base en los requerimientos sociales, sino en complicidad con mi cuerpo; la maternidad se convirtió en una introspección profunda y en una provocación del intelecto.
Cada embarazo representó una nueva revelación. Si con mi hijo comenzó el entendimiento hondo de mí misma, con mis hijas llegó el entendimiento hacia mi madre. Comprendí sus luchas y silencios. Comencé a ver lo mucho que, a veces, me parezco a ella. A partir del diagnóstico de mi hijo llegó también el diagnóstico que me permitió conocer mi condición como mujer en el espectro autista. El tema de la neurodiversidad y la neurodivergencia, desde hace dos años, se ha convertido en mi nuevo interés profundo.
Hace unos días Haku cumplió 15 años. Ya no puedo oler sus estados de ánimo. Ya no percibo sus despertares, su hambre, su alegría o su miedo con solo olfatear el aire. Quizá sea porque hemos desarrollado otros lenguajes o porque era necesario separarnos. En la mayoría de los temas sobre los que busca respuestas, él ahora sabe más que yo. A veces soy yo quien le pregunta cosas. Su pasión es la paleontología. Y haré lo que esté en mis manos para acompañarlo en ese camino.
Hace poco mi hija Morgana me dijo que escribiría una historia con un personaje que se pareciera a mí: “Una niña que viene de otra dimensión y se asombra cada día ante el mundo como si todo fuera nuevo”.
Texto elaborado con fragmentos de mi libro Ojos bien abiertos. Mi experiencia como mujer en el espectro autista con un diagnóstico en la vida adulta (Letras en La Frontera).
Acerca de mí: soy Licenciada en Psicología con Maestría en Ciencias de la Educación y la Comunicación. Directora de Ediciones Morgana, editorial independiente fundada en 2014 en Monterrey, México. Autora de varios libros, entre ellos El cuerpo, el yo y la maternidad (Universidad Autónoma de Nuevo León, 2022); Si la Muerte se Enamora de Mí (Letras en la Frontera, 2021); Otras mujeres como lobas (Jade Publishing, 2021); Antologia personale (Progetto 7LUNE, 2019); Imágenes de la fertilidad (Instituto Tamaulipeco para la Cultura y las Artes, 2016). Incluida en diversas antologías nacionales e internacionales. He impartido talleres literarios en instituciones como la UNAM San Antonio, EUA, y la Universidad del Valle, Unidad Palmira, Colombia; también a través de CONARTE y de la Secretaría de Educación Pública.
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