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El hundimiento silencioso / Organizar la tragedia


Acabo de terminar de leer el libro Lo que no tiene nombre, de Piedad Bonnett, quien construye un relato sobre el suicidio de su hijo Daniel (me duele tanto que he tardado en poder escribir esta línea, pero la misma autora advierte que ella decidió exponer la verdad desnuda, y yo no puedo traicionar esa verdad luego de haber leído su libro). La poeta aborda su experiencia con precisión, ordenando el caos, con una honestidad contundente.


Terminé mi lectura hoy que se cumple una semana del primer aniversario de la muerte de mi padre. Tardé 9 meses en leerlo completo (el tiempo de una gestación), pues lo leí como siempre leo los libros que me apasionan: conectándolo con muchos otros libros, buscando los libros citados dentro del libro para, después, con varias horas de reflexión, volver a la página donde estaba el separador, subrayar, tomar apuntes, releer, escribir mis propias cavilaciones. Así, el primer libro al que me llevó Piedad con su relato fue El dios salvaje de Al Alvarez, una reflexión sobre el suicidio en la historia y en la literatura (que, como era de esperarse, inició en mi mente una nueva ruta de lecturas; me he entretenido bastante en la interpretación de un verso de Sylvia Plath). Luego, me llevó a Wislawa Szymborska (particularmente al poema “La habitación del suicida”), y por último a Raymond Carver. No recordaba que en mi sobrio volumen de pastas amarillas, leído hace ya muchos años, viniera el cuento que ella cita; lo saco del librero, frente a mí y, en efecto, no lo encuentro allí: “Parece una tontería”.


Pero también fueron pasando por mis manos, en estos meses, libros que me llevaron momentáneamente a otras dimensiones, por ejemplo, La vegetariana, de Han Kang (o, tal vez, de alguna manera no advertida, sí hay una sutil conexión: la enfermedad mental, la disolución del yo, la desnudez del lenguaje, el umbral de la realidad traspasado) y El vampiro de la colonia Roma, de Luis Zapata (éste sí creo que está en otra órbita y con lo que me conectó fue con mis andanzas de juventud en la Ciudad de México y con mis “investigación de campo” de hace casi 15 años, cuando quería crear personajes en la disidencia sexual).   


Luego, hubo otros libros que ya había leído y que, de pronto, ocuparon un espacio nuevo en mi alma, como Ceniza roja, de Socorro Venegas.


Enfrentarme a la muerte de mi padre me hizo querer entender, no me ha bastado que me digan que "era su momento", que "así tenía que ser" o, incluso, que "es el orden natural de las cosas". Al final yo veía piezas sueltas, una sensación de que, entre su caída de la cama, los diagnósticos de los médicos y las formas caprichosas en que la lucidez y la memoria jugaban en su mente, algo no encajaba, algo no estaba del todo explicado.


¿Y para qué quieres explicártelo ahora, de qué sirve?, me podrían decir. Precisamente, hoy por la mañana leí una vieja entrevista de los años noventa hecha a la astrónoma Julieta Fierro, donde ésta señala: “El objetivo de la ciencia es que avance el conocimiento, no tiene ninguna mira práctica. El objetivo de la astronomía es saber”. Claro que esa búsqueda del conocimiento, finalmente, sí tiene aplicaciones prácticas como bombillas, autos o nuevos medicamentos, pero aun si alguno de estos saberes no llegara a tener una utilidad seguiría siendo válido por el simple hecho de que amplía nuestra visión del universo: nos hace crecer como humanidad.


¿Y acaso tratar de entender nuestras pérdidas personales no expande, también, nuestra visión del universo o, al menos, nuestra comprensión del Yo o de lo que nos rodea de forma inmediata?


Si bien mi abordaje del tema no es el de las ciencias duras, sí busco la verdad; ya advertía Saint-John Perse que el sabio y el poeta buscan la verdad, uno con el método y el otro con la intuición.


Es lo normal, que muera primero el padre y luego la hija. Que la muerte llegue cuando él es viejo y ha cumplido su ciclo (aunque una se quede con la sensación de que ochenta, noventa o cien años siguen siendo un suspiro en la eternidad). Pero la muerte, aunque ocurra en el orden esperado, siempre va a tener algo de ilógico, algo de absurdo, algo de innombrable.


Esta misma hambre de conocimiento que sentí frente al vacío que había dejado el cuerpo de mi padre, cuando había pasado ya la conmoción de verlo recién muerto y de ayudar a mi madre a amortajarlo, esta necesidad de "entender" más que de "aceptar", es lo que encuentro aquí en Lo que no tiene nombre.


Lo confieso, varias veces, a media lectura me asaltaba un sentimiento de extrañeza y casi de vergüenza: “Yo no he perdido a un hijo, sino a un padre”. Y es hasta que arribo al final del libro, cuando leo el "Envío" que la poeta ha escrito para su hijo, que me ha llegado la revelación como una polilla gigante emergiendo de las letras: de algún modo, este libro habla sobre la muerte que formulé muchas veces en mi cabeza cuando era una adolescente, porque yo fui una muchacha con depresión, porque tuve ideaciones suicidas, porque el único motivo por el que no fue mi padre quien me perdió a mí es que no supe ser letal. La mía habría sido una de esas muertes que Piedad Bonnett describe como “asépticas”, el hundimiento silencioso en una oscuridad sin orillas.


Este libro me hizo enfrentar esa muerte ocurrida en un universo alternativo, que sigue aquí, trepada sobre mis hombros, como una pasajera indeseable. Papá no me perdió en este mundo, pero sí me perdió muchas veces en mi imaginación de niña. Y la niña no ha logrado perdonarse. Debí haberme dado cuenta de ello cuando, de pie, junto a su lecho de enfermo, me devanaba pensando si había algo importante que no le había dicho.


Siempre tuve el valor de decirle a mi padre lo que sentía, lo que me disgustaba, lo que esperaba... es cierto, podía pasar meses o años eligiendo las palabras adecuadas para elaborar el mensaje, y tal vez él no siempre me había escuchado, porque yo desafiaba su constructo de que “los hijos no deben juzgar a los padres” (en realidad jamás pretendí juzgarlo, pero él tomaba como “juicio” cualquier opinión distinta a la suya), sin embargo, al final había encontrado la manera de hablar, directo y sin filtros, y ése era mi gran logro. Eso me hacía sentir limpia, casi en un estado de beatitud, cuando besaba su frente, consumida y pequeña, donde alguna vez habían danzado los sueños.


Mi padre amaba la vida y tenía miedo a estar solo. Yo en mi adolescencia sentía que amaba la soledad y que me atemorizaba la vida. Éramos espejos o dos caras de una moneda. Me recuerdo deseando ser una madre para mi papá, a quien percibía como sumergido en una tristeza que nadie más parecía ver y que él se esforzaba por sublimar: orador, músico, buen bailarín; asiduo a la buena comida, la ropa fina, el aliño perfecto. Hace 20 años escribí sobre eso en mis poemas, y publicarlos fue mi manera de decirle: "Te entiendo".


Pero me faltó decirle lo pesada que es esta pasajera en mis hombros y que no sé cómo bajar. “No puedo entenderlo –me dijo papá aquella noche–, ¿cómo alguien podría pensar en dañarse a sí mismo?”, “No hay una razón lógica –quise defenderme–, lo único que sucede es que le pierdo el sentido a las cosas”. Y en otro momento me dijo: “Quiero que seas como antes, que vuelvas a ser mi niña”. Y lo que dije enseguida fue la primera declaración de identidad que asumí con fuerza en mi vida: “Esta también soy yo”.  Creo que después de eso, a mi padre, que solía ser tan inflexible en sus ideas, que tenía tan altas expectativas sobre lo que yo debía ser, no le quedó más remedio que comenzar a aceptarme con mis sombras y mis tristezas, mis malas decisiones y mis manías. Tanto como yo había aprendido a quererlo a él, así, completo.


Piedad Bonnett escribió Lo que no tiene nombre para que su hijo no desapareciera de la memoria, para intentar darle desde su propia entraña un sentido a la pena. Cito: “Quiero pensar, con Renata, que Daniel no saltó sino que voló en busca de su única posible libertad”.


He terminado de leer el libro mientras mi hijo está acostado, a mi lado, y no puedo llorar.


No quiero llorar.


Es el libro más desgarrador que he leído, pienso, pero extrañamente me ha brindado al final una especie de paz, de esperanza, ¿será que algo de la luz de esa alma que es Daniel me alcanza a través del amor de su madre?


El 10 de mayo, que se cumplía el primer año de la muerte de mi padre, mi hija Morgana me preguntó por qué estaba triste: “No tengo una veladora para mi papá”, expliqué. Ella dijo: “Dime algo que le gustara al abuelo”, “El pan dulce”, contesté rápido. “Ve por un pan, yo lo compro de mis ahorros, y lo pones frente a su foto, será una forma de sentir que estás con él”. Ella, a sus 12 años, ha entendido el valor del ritual, el símbolo.


Yo escribo esto, ahora, para organizar mi propia tragedia, para trazar un mapa de mis lecturas sobre el duelo, para darle un cauce ordenado y limpio a estas emociones que durante un año no había podido nombrar.




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 Marisol Vera Guerra: Escritora, editora y tallerista mexicana. Licenciada en psicología con Maestría en Ciencias de la Educación y la Comunicación. Ha publicado libros en diversos géneros, individuales y en coautoría, en México, Estados Unidos e Italia, entre los más recientes: No apto para Kintsugi (Bitácora de vuelos, 2024); Ojos bien abiertos, mi experiencia como mujer autista con un diagnóstico en la vida adulta (Letras en la Frontera, 2024); El cuerpo, el yo y la maternidad, poesía para desactivar patrones establecidos (UANL, 2021) y Otras mujeres como lobas (Jade Publishing, 2021).

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