top of page

Mi padre es una ballena abierta en medio del océano

Foto del escritor: Marisol Vera GuerraMarisol Vera Guerra

Actualizado: 6 ene

Puerto de Veracruz, 1995
Puerto de Veracruz, 1995

Mi padre ha dejado de ser una idea y se ha convertido en imagen. Veo su cuerpo como un cetáceo flotando en la oscuridad. Veo su rostro amortajado. La palabra infinito me parece absurda. Nunca las medusas danzando en las fosas del Hades estuvieron tan lejos de mi mano. Nunca las explosiones de novas y las densas estrellas de neutrones me parecieron tan insultas en el transparente vacío del cosmos. El sentimiento que tengo frente a este vacío no es ni siquiera la nostalgia o el miedo, es algo parecido al fracaso. Un sentimiento vago de que nadie alcanza a entender todo el amor que hay en mí. A ratos pienso que la gente (ese vago continente al que llamamos "la gente") debería haberlo amado más. Pero por qué alguien tendría que haberlo amado más. Y cómo podría yo afirmar que no lo amaban tanto como se merecía. ¿El amor se merece o se entrega como un canasto de higos? No busco que ninguno de ustedes me responda. ¡Ya sé lo que van a decirme! Ya conozco al dedillo esas teorías.


Creo que la gente en general lo quería, ¿pero qué fragmento, qué faceta, qué palabra conocían de él? Con los años, su mundo interior se había ido amurallando, sobre esa muralla había antorchas que iluminaban el paso de los viajeros, pero del otro lado el espacio se extendía como la boca de un pez abisal. Esos recovecos que lo hacían realmente singular ‒en los que me daba tanto miedo caerme cuando era niña‒ se iban volviendo más hondos. Quizá ése era el túnel que tanto me atraía y me expulsaba en sueños.


Lo singular no necesariamente es lo más aceptado, las más de las veces se contrapone a lo que los otros esperan de uno. Y siempre sospeché que mi padre atisbaba entre mis sombras lo que había negado de sí mismo (porque todos construimos con quienes amamos, un lenguaje irrepetible con códigos propios, más o menos rico, según nos den la imaginación y la elocuencia).


Porque mi padre estuvo todo el tiempo enamorado del lenguaje. El lenguaje verbal y el de la música. En todas las cosas que hacía, pensaba y decía había un método, una secuencia, un ritmo bien definido. Así fue hasta el día de la caída.


¿Estas terapias son para un músico o para cualquier persona?, preguntó una vez al joven fisioterapeuta que venía a verlo a su lecho de enfermo. Tenía prisa por levantarse y volver a tocar la guitarra, a bajar las escaleras, a manejar su auto, a revisar sus manuscritos del libro que nunca había podido terminar. Se le olvidaba lo que había desayunado una hora antes, pero recordaba el cielo despejado de su viaje a Los Ángeles casi cincuenta años atrás; olvidaba el movimiento de la muñeca para hacer la "M", pero podía conversar en inglés con mi hijo; se le olvidaba que no podía caminar, pero recitaba de memoria la Poética de Aristóteles cuando estaba conmigo.


¿Qué lucha se libraba, en ese cerebro inflamado, entre la lucidez y el olvido, entre lo concreto y lo abstracto? Una lucha que implicaba la sensación subjetiva de estarse diluyendo. Una lucha que no todos estamos destinados a tener; una lucha que nunca sostuvo, por ejemplo, el doctor P., aquel protagonista del relato El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (1): un respetable músico con una afección neurológica por completo atípica, que «visualmente se hallaba perdido en un mundo de abstracciones», para quien «la música había ocupado el lugar de la imagen. No tenía ninguna imagen corporal, tenía una música corporal». El doctor P. no se percataba de que había algo raro en su percepción; y como su nivel de deterioro era tanto y la música, lo que le hacía seguir funcionando en el mundo, la única prescripción que recibió del neurólogo Oliver Sacks fue que siguiera haciendo de la música el centro de su vida.


Mi papá sí sabía que algo no estaba bien, pero no podía definirlo: ¿era algo en su propia mirada?, ¿era algo en las duras cofias de las enfermeras que desfilaban, frente a su cama, haciendo fluir antibiótico y sedantes en sus venas?, ¿en las manos de mi madre que lo arropaban, autoritarias y afectuosas, como a un niño pequeño?, ¿en los fantasmas que se sentaban, sin pies, con su risa desdentada, entre nosotros dos?


¿Cuál debió haber sido el músculo, el sentido, el lenguaje que aún apuntalaba su existencia? Es que un médico debió haber entrado, algún día, a su habitación para decirle, señor Manuel, haga de ¿la poética?, ¿su meñique izquierdo?, ¿los boleros de Agustín Lara?... el centro de su vida.


Cierta tarde, yo le hacía, de algún modo, estas reflexiones a mi hijo y él, por su parte, me contaba sobre su lectura de "El ahogado más hermoso del mundo" (2). El final le había causado enfado porque todos en el pueblo dijeron que amaban al ahogado, pero nadie fue capaz de irse con él cuando lo devolvieron al mar. Pensé en mí, cuando murió mi abuela, lo que más quería era abrazar su cuerpo dentro del ataúd y que me encerraran con ella, que naufragáramos juntas en esas aguas subterráneas que llegarían al pueblo con la lluvia.


Luego, Haku me preguntó qué había pasado con aquel curioso personaje descrito por Oliver Sacks; creo que murió ya, respondí. Me parece incomprensible que un ser tan singular pueda desaparecer por completo de la existencia, me dijo; no logro asimilar que seres humanos con configuraciones cerebrales realmente especiales, un día mueran. ¿Es que no deberían ser ellos eternos? La única alegoría posible, prosiguió, de la desaparición de una mente brillante o singular, sería una gran ballena abierta en medio del océano. Una ballena sangrante, con jirones de carne, flotando, sola, en un universo de agua donde no hay horizonte ni tiempo. Algo así es lo que siento cuando pienso en mi padre, afirmé. ¿Tu padre es para ti esa ballena? Sí, dije, mi papá es esa gran ballena flotando y yo voy junto a él. Aunque no sé si voy nadando o también floto.



Marisol Vera Guerra: Escritora, editora y tallerista mexicana. Licenciada en psicología con Maestría en Ciencias de la Educación y la Comunicación. Ha publicado libros en diversos géneros, individuales y en coautoría, en México, Estados Unidos e Italia, entre los más recientes: No apto para Kintsugi (Bitácora de vuelos, 2024); Ojos bien abiertos, mi experiencia como mujer autista con un diagnóstico en la vida adulta (Letras en la Frontera, 2024); El cuerpo, el yo y la maternidad, poesía para desactivar patrones establecidos (UANL, 2021) y Otras mujeres como lobas (Jade Publishing, 2021).

----------------------------------------

(1) Oliver Sacks. El hombre que confundió a su mujer con un sombrero. Anagrama, vigesimoséptima ed. (decimoséptima ed. en México) 2023. Col. Argumentos.

(2) Gabriel García Márquez, "El ahogado más hermoso del mundo". UNAM. Material Didáctico Literatura Hispanoamericana Contemporánea.

 
 
 

Commenti


bottom of page